Cuando la mente se centra en un punto fijo o se traslada a mundos lejanos, como terapia para la rutina diaria, somos capaces de elevar nuestra imaginación hasta puntos insospechados. Plasmar esos pensamientos sobre papel de forma luminosa es otra cosa bien distinta. Amaia Orueta crea sus propios mundos mirando una manzana o tomando una copa de vino. Y consigue escribir unos relatos pequeños de texto, pero inmensos de sensaciones, esas que quizás hemos tenido todos en algún momento y no supimos cómo expresarlas. Algunos son lo más parecido a un poema escrito en una prosa brillante, otros son cuadros pintados con el pincel de sus palabras, que suelen fijarse en los detalles más pequeños y, además, les dan color. Sus relatos recogen vagos recuerdos infantiles o experiencias inventadas, vividas interiormente mientras observa una plantación de tulipanes. Y se mete en la piel de un anónimo soldado aterrorizado o en la visión del mar de un campesino, y ve y siente lo que otros no pueden. Mantiene firme su personalidad de chica del norte, sin poder evitar que también se asome su trozo de alma andaluza. Combinando ambas cosas ha recopilado una colección de escritos que, en principio, iban a quedar en su intimidad, pero no hemos permitido que permanecieran ocultos en un cajón.
